Tras una noche azogada escuchando mi silencio y las
campanadas de un reloj que, en la lejanía, me avisa de que van pasando las horas de esta
vida que se me ha dado en usufructo, llega un nuevo amanecer que me saca de la
rutina.
La niebla ha extendido su espeso manto sobre calles y autopistas que nunca tienen descanso, ni siquiera este domingo.
En el Parque del Retiro una marea multicolor avanza hacia
una misma dirección. Unos calientan,
otros estiran, otros simplemente se dirigen hacia la línea de salida.
Todos estamos
preparados para la prueba, cargados de ilusiones.
Pistoletazo de salida. Salen los de la primera fila con posibilidades
de ganar la carrera. Yo voy en la retaguardia.
Unos serán más
felices si llegan primeros y baten marcas, otros encontrarán la dicha si
consiguen su mejor tiempo, otros tal vez se conformen con llegar.
El cronómetro avanza al ritmo de mis zancadas dejando atrás
calles empinadas, niños aplaudiendo y torres inclinadas.
Una marea de colores va inundando las calles de Madrid.
Queda el tramo más
difícil, la última subida… el llanto, la fatiga, el pensar si voy a
lograr mi objetivo… Empiezo a ver gente tendida en el suelo, otros se paran porque no pueden seguir después
de tanto esfuerzo. Es el calor que golpea.
Sigo avanzando pero ahora con pasos amordazados. Último kilómetro, alguien grita mi nombre y me alienta. Ya está próxima la meta, la visualizo… unos
metros más y ahí está. La cruzo, desaparecen
el dolor y la fatiga y brotan sentimientos de júbilo.
Doy gracias a Dios. Un año más, lo he conseguido.
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