El otoño
ha traído por fin las primera lluvias
que, de forma persistente, han caído durante
toda la noche llevándose mis desvelos con su crepitar sobre el tejado.
Al
amanecer, me calzo las zapatillas y corro hasta el parque tratando de rescatar
la soledad perdida entre el ruido de la
semana, atascos, papeles, llamadas de
teléfono… Al llegar a este oasis de paz,
cierro por un momento los ojos y siento cómo el viento juguetón golpea mi cara
y se cuela por entre las ramas de los
árboles, haciendo caer sus hojas a ritmo de vals, formando una tupida alfombra de
tonalidad multicolor a lo largo del sendero.
Veo
pasar los minutos en mi cronómetro… y
subo hasta el mirador a hacer unos ejercicios de estiramiento. Desde allí puedo
ver a algunos que caminan muy deprisa, otros corren o van en bici, otros
simplemente pasean y todos pasan de largo perdiéndose por entre la sombría espesura
de los pinos.
A mis
espaldas la valla con sus altos barrotes de hierro y tras ella el llamado
camino del calvario por los corredores que se atreven a escalar sus empinadas
cuestas.
En
medio de este silencio, roto por el murmullo del arroyo cuyas aguas hoy bajan más agitadas y, a veces, por la algarabía de una bandada de patos, contemplo
el mayor espectáculo, los primeros colores de otoño. Acacias, sauces, tilos,
olmos, pinos, almendros… y un sinfín de
especies arbóreas , convierten el parque en un tupido lienzo de colores
cálidos, ocres, amarillos… entre un
verde aún predominante que se resiste a su metamorfosis otoñal.

Termino
mi recorrido por hoy, no sin antes atrapar una pizca de esa belleza con la cámara
de mi teléfono móvil y de dar gracias a Dios por tener tan cerca este pequeño paraíso.