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El bosque



Las primeras luces del alba llegaron disipando mis tinieblas y ahuyentando mi pereza.

Calzando mis viejas zapatillas salí a la calle dispuesta a dejarme guiar por los rayos de sol que, tímidos aún, me iban mostrando caminos y sendas.

Empecé a correr sin un rumbo definido disfrutando de cada rincón, de la belleza de los parajes, un regalo a mis sentidos, llegando a embargarme hasta hacerme percibir que formaba parte del paisaje.

Al llegar a un valle, me atrajo la majestad y belleza de un roble centenario. Me detuve a contemplarlo y a leer en su tronco, con mi imaginación, historias que el paso del tiempo había ido dejando tatuadas en la memoria de su corteza.

Seguí corriendo hasta adentrarme en el silencio de un bosque, roto solamente por el sonido de mis pisadas sobre la hojarasca. Más adelante pude escuchar el susurro de un arroyo cercano y el discurrir de sus aguas procelosas que me invitaban a acercarme hasta la orilla donde abundaban acebos, castaños e higueras... sus aguas cristalinas obligaban a detenerse y a contemplar semejante espectáculo de la naturaleza.

Abandoné el lugar por un sendero laberíntico, sorteando helechos, cuando el cielo empezó a cubrirse de nubes grises... pronto empezó a llover y pude sentir el agradable azote de las gotas de lluvia sobre mi cara, indescriptible esa sensación de libertad... Trepé por roquedales y fui dejando atrás la vegetación hasta llegar al mar que se presentaba en en su inmensidad y allí me quedé, escuchando el batir de las olas golpeando contra los acantilados.

Fue entonces cuando sentí que, desde el cielo, alguien velaba mis pasos.

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